No sé si algún día lo lograré. He sobrevivido a la peste negra, pero la imagen de la máscara con el pico de ave me atormenta cada noche. Más que los muertos apilados en los caminos, más que las bubas a punto de reventar, más que el olor putrefacto que impregnaba de continuo aquellos malditos días. Es la imagen de la muerte que, en vez de portar una guadaña, lleva esa horrible máscara tras la que una voz atenuada parece proceder de lo más profundo del averno.
Los marinos procedentes de Asia trajeron la peste a Europa a través de las rutas comerciales y sus efectos devastadores se expandieron como la pólvora al arder. Los primeros síntomas daban comienzo con una fiebre alta, la mayoría de las veces superando los cuarenta grados. Enseguida iba acompañada de tos y de esputos sanguinolentos, así como de sangrado por la nariz y otros orificios. Los enfermos referían continuamente una sed aguda y luego empezaban a mostrar manchas en la piel de color azul o negro causadas por pequeñas hemorragias cutáneas. Su mortal evolución derivaba en unas bubas negras que aparecían en diversas partes del cuerpo, como cuello, axilas, ingles, brazos o piernas debido a la inflamación de los ganglios linfáticos. Cuando se producía la rotura de esas bubas, el líquido que supuraban portaba un olor pestilente como presagio de la muerte inminente que tenía lugar en la mayoría de los casos. También podía provocar gangrena en la punta de las extremidades.
Algunos pocos sobrevivimos a la enfermedad, pero la mayoría murieron y la población quedó diezmada. La medicina no estaba preparada para algo así y nosotros tampoco. Lo más habitual era fallecer en cuatro o cinco días desde la aparición de los primeros síntomas, pero hubo casos de personas casi asintomáticas que eran arrebatadas por la muerte en un máximo de catorce horas.
Cada noche vuelvo a revivir la misma escena: el traje negro, el sombrero, la máscara de pico y el maletín. Dejé de mirarme en el espejo, no podía soportarlo, me ponía mecánicamente la indumentaria de galeno, rompía el necesario aislamiento para proteger a los míos y recorría las casas como alma en pena, desahuciando a más infelices que aportándoles curas o un mínimo aliento. ¿Cómo da consuelo quien habita en la desolación?
Ni yo reconocía mi voz a través de esa máscara que se hizo tan presente en mis delirios cuando me contagié porque, aunque la peste finalmente abandonó mi cuerpo, su imagen tallada en mi cerebro no ha podido hacerlo jamás.
SagrarioG
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