O la insoportable necedad del ser
Estaba reventado de tanto trabajar, había perdido la cuenta de las horas extra que había regalado en los últimos meses y, siempre la misma canción, que si todos tenían que arrimar el hombro, que si había que recortar gastos. De esa manera, hacía el trabajo que antes realizaban dos personas y con una considerable reducción en su salario.
Llegó a casa ya de noche y, poco después, lo hizo su mujer tras recoger a sus hijos de casa de sus padres, quienes últimamente también iban a buscar al mayor al colegio. El más pequeño venía dormido, pero tocaba despertarle para el baño y la cena, con el mayor antes había una considerable cantidad de deberes que realizar. Seguro que los niños no se irían a dormir antes de las once de la noche, y a la pareja les alcanzaría la madrugada realizando las tareas domésticas, lo que venía siendo su rutina habitual.
Se fijó en las considerables ojeras de su mujer y pensó en que las suyas ya habían alcanzado el estatus de bolsas. Ambos se levantaban temprano para preparar a los niños, él dejaba al mayor en el colegio y, su esposa, llevaba al pequeño con los abuelos pero, últimamente, los recogía muy tarde porque no estaba pudiendo cumplir con su reducción de jornada. Tras la segunda maternidad, su jefe la presionaba demasiado e incluso la acosaba laboralmente si se marchaba de la oficina a su hora, decía que el trabajo era lo primero.
A ella le encantaba escribir, pero hacía meses que ya no escribía nada, sin embargo, cuando él fue a la cocina, encontró un papel manuscrito junto a su bolso. En él ponía:
Vivo sin vivir en mí,
vivo en una vida ajena,
esa que me han endosado,
la que ya me he tatuado.
Donde las obligaciones me desbordan
como el agua entre mis manos
y como una mera autómata
vivo de modo automático.
–Bonitos, pero tristes versos –pensó.
Sabía que la desidia había pasado a formar parte de la vida de ambos irremediablemente, sobre todo por las condiciones laborales tan lamentables a las que habían llegado, esas que habían desterrado a la conciliación a un lugar tremendamente lejano.
Ninguno había sido de los que tragaba fácilmente, pero la hipoteca y las numerosas facturas que tenían que pagar hacían que no les quedara más remedio; es lo que tenía que los gastos aumentaran y los sueldos disminuyeran. Ella había intentado cambiar de trabajo en varias ocasiones, pero a la mayoría de los empresarios no le interesaba una mujer con reducción de jornada por maternidad, una mujer más joven y sin hijos era más explotable.
A eso había que añadirle que el piso que él había heredado de sus padres, recientemente fallecidos, había sido ocupado y, hasta que no saliera el juicio, quién sabe cuándo, allí campaba a sus anchas una familia a la que ni siquiera podía cortarles la luz y el agua por tener dos menores a su cargo. Cada vez que le llegaba una factura de ese piso, la furia se apoderaba de él, era incapaz de controlarlo.
Tras ayudar con los deberes a su hijo mayor, puso la televisión para escuchar las noticias, pero enseguida la apagó encabronado, estaba harto de escuchar la misma basura de siempre: corrupción y más corrupción; gente a la que le regalaban un máster, con lo que a él le había costado sacar el suyo mientras lo compaginaba con su trabajo; sueldos y dietas de políticos de echarse las manos a la cabeza, dinero para la banca pero no para las pensiones, la ilógica sentencia del caso de «la manada»… Basta, no quiso escuchar más y se fue a pasar con su familia el breve rato que le permitía su deprimente vida.
Cuando los niños se fueron a la cama, el tema de conversación fue inevitable, ¿cómo era posible que cinco degenerados hubieran violado a una chica en un portal y los absolvieran por violación?, ¿cuándo dejaría de impregnar absolutamente todo esa maldita cultura machista? Ambos llegaron a la conclusión de que los magistrados del caso deberían experimentar en sus propias carnes lo mismo que sufrió la víctima para aprender a discernir entre violación y abuso. Qué asco y qué pena de justicia.
A la una de la mañana se metió en la cama con cuidado, su mujer ya había caído rendida hacía un rato pero, a pesar de su propio cansancio, sabía que sería incapaz de dormir por las preocupaciones, así que cogió su móvil, lo puso en modo silencio y entró en su perfil de Facebook. Le habían llegado varias solicites nuevas de amistad que aceptó sin pensárselo demasiado y, acto seguido, recibió un mensaje de uno de sus nuevos contactos.
–Saludos desde Perú. ¿De dónde eres, amigo?
–De España. –Respondió él asqueado.
SagrarioG
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La vida misma, una realidad tangible. Me ha gustado.