No se podría tildar a Laura de chica patosa, quizás lo más acertado sería decir que tenía la torpeza más desarrollada que el resto de sus compañeros de clase, y es que a sus quince años, tanto el número de marcas en sus rodillas como el de leotardos desechados era ciertamente elevado.

En esta ocasión, llevaba unos calcetines largos, de esos que cubren toda la pantorrilla, pero sin llegar hasta la rodilla. Iba bastante incómoda con una enorme mochila cargada de libros y cuadernos, por eso cuando pasó junto a la obra de los pisos que estaban construyendo frente a su colegio no se percató de que había un gran trozo de cartón en el suelo, justo en un tramo con un pequeño desnivel.

Cuando Laura pisó sobre el cartón, este se deslizó cual tabla de surf desnivel abajo. La desconcertada niña solo consiguió mover los brazos al viento cual aspas de molino para intentar mantener el equilibrio, pero al acabar el desnivel, el peso de la mochila la impulsó hacia adelante. Como resultado, acabó a cuatro patas sobre sus pobres rodillas, mientras los obreros de la construcción la aplaudían entre jocosos y entusiasmados.

Laura mantuvo brevemente esa posición notando un gran rubor en sus mejillas, pero dando gracias porque su falda escolar fuera lo suficientemente larga como para no dar un espectáculo aún mayor.

Cuando levantó la cabeza para ir a ponerse en pie, le vio a él. La tendía una mano para ayudarla a levantarse y ella aceptó su ofrecimiento con más apuro del que ya tenía, pero sin ser capaz de cerrar la boca del asombro, y sin apartar la vista de aquel encantador muchacho que la sonreía tan afablemente.

Después, él se agachó y le dio un beso a cada una de sus maltrechas rodillas, la cogió de la mano y la acompañó hasta el colegio. Desde ese peculiar momento no se volvieron a separar nunca.

SagrarioG
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