La gente empezó a arder de manera espontánea a mediados del mes de julio. En muchos de los pueblos del sur, con 50 grados a la sombra, se cambió el «Ozú, qué calor» por «Ozú, qué quemazón».
Los bomberos no daban abasto apagando gente por las calles. Se tuvieron que hacer cortafuegos en los festivales de verano y poner riegos automáticos en las habitaciones de los hoteles. Por las calles los empujones eran la constante para conseguir una sombra bajo los balcones.
Con tanta fumarola andante a punto de echar a arder, si todavía a alguno se le ocurría negar el cambio climático, era empujado a pleno sol: en cuestión de segundos la llamarada estaba servida. Lo bueno fue que hubo una buena purga de negacionistas; lo malo, que cuando la sequía arrasó con la poca agua que quedaba, no se libró de arder ni el apuntador. La extinción humana se sirvió en una bandeja incandescente vuelta y vuelta.
La Tierra llamó al Viento y a la Lluvia para que limpiaran las cenizas, mientras pensaba que tantos años enviando señales a esos «cabezahueca» no había servido para nada. También le pidió al Sol que aflojara su calor, las demás especies no tenían la culpa de los excesos cometidos por los humanos; esos parásitos ya habían sido erradicados y ahora tocaba recuperar el equilibrio.
SagrarioG
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