No escuches las palabras
que no fueron maceradas,
que solo fueron emitidas
sin ser antes meditadas.
Pues el vocablo vertido
por quien el don
del habla ostenta,
carece de todo sentido,
si antes no se lo piensa.
No escuches las palabras
que nunca fueron habladas,
pero que entendiste claramente
cuando sus ojos las delataban.
Deja que el gesto cambie,
que se apacigüen sus ojos,
y que esa dicción exagüe
se agote en todos sus tonos.
No escuches su lenguaje corporal,
no lo mires, no lo veas, no lo sientas,
se erige como la erupción de un volcán
de gestos escupidos con virulencia.
Más gráfica que un texto escrito,
más hiriente que un dardo envenenado,
la palabra cuando nace de la ira
deja surcos de infinito daño.
Cuando el acaloramiento pase
y dé lugar a la tibieza,
cuando llegue el frío
que suavice su rudeza,
las palabras se calmarán,
pero no se irá la esencia
del daño que infringieron
al gestarse en la vehemencia.
Entonces,
no agotarás tus palabras,
ni cansarás a tus oídos
con explicaciones varias,
ni disculpas sin sentido,
y pasarás a la indiferencia
como tu estado preferido.
SagrarioG
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Como siempre, ¡muchas gracias, mamá!