Tenía hambre de saber, quería devorar todos los conocimientos posibles en la vida.
Tenía hambre de experimentar, de deglutir toda esa teoría y transformarla en práctica.
Tenía hambre de mirar más allá, quería digerir en profundidad y no solo en superficie.
Tenía necesidad de nutrirse con opiniones y sentimientos tanto propios como ajenos.
Pero se dio cuenta de que el mundo estaba repleto de estómagos satisfechos de ignorancia.
Ignorancia que aportaba una felicidad superflua e insustancial a cada uno de sus comensales.
Estómagos orondos saciados de un desconocimiento en apariencia delicioso.
Porque se había extendido una cadena de comida rápida de vacuidad y manipulación.
La ignorante saciedad de muchos se había convertido en el triunfo de unos pocos.
Y ella también tragó y se embriagó de un sabor que le impedía apreciar ese poso amargo y podrido.
Pero llegó el momento en que se hartó del repetitivo menú de lo artificial.
Y fue consciente de que vivía de una falsa sensación de saciedad.
Así que vomitó toda esa falta de nutrientes y de bilis innecesaria.
Y recuperó el hambre de conocimientos, que alimentaron su razón y también su alma y sus sentidos.