Llegó enero y tuve frío,
abrigué mis hombros desnudos
con el manto de un viento gélido
que insistió en quedarse conmigo.
La piel tan seca,
los labios heridos
a base de penas,
a base de frío,
frío que encadena
uno a uno mis latidos.
La nieve me rodeó,
primero, muy suave,
luego, con fuerza.
Me fusioné con la montaña
y fui deshielo en primavera.
Entonces, estuve de vuelta
en la corriente de un río,
fui agua erosionando
los sedimentos de hastío,
arrastrando los pesares
de los caudales vacíos.
Y vi como las flores
se abrían a mi paso
y mostraban su belleza
superado su letargo,
el del indolente invierno,
con su durmiente ocaso.
Cuando llegó el verano,
me encontró suave y serena,
aun viendo cómo el verdor
amarilleaba en sus estelas.
Y los brillantes rayos de sol
eclipsaban las oscuridades
que hubiesen podido quedar
de los precoces atardeceres.
Cuando el otoño dio paso
a sus ocres y amarillos eternos,
no eché de menos enero,
pero regresó
como cada invierno.
SagrarioG
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